Amigos que pasan y dejan su huella aqui. Gracias por estar .Paz a tu corazon

Recuerda amigo cuando entras a la Casa de Dios pisas Tierra Sagrada.

La Casa de Dios es el lugar más Santo de todo el universo. Cada vez que entres ,recuerda que allí ,vive Jesús en el Sagrario y te espera con AMOR.

Vístete decorosamente, apaga tu celular y ten fe que todo lo que pidas, si eres respetuoso , piadoso en tus actitudes y posturas en el Templo, sera recibido por el Señor con agrado .

Y tu alma ya no será la misma.

Haz silencio. Busca cerrar tus ojos y quédate quieto. Dios esta en su Casa. El Amor puede hablarte íntimamente .

Mi deseo es que Dios se manifieste en ti.


Cristo Resucito, DIOS VIVE ENTRE NOSOTROS

sábado, 10 de julio de 2010

San Benito José Labre

Ese hombre -suele decirse ante el desvalido- va dejado de la mano de Dios. Se acierta, sí, cuando tal se dice y cuando, ingenua y reverenciosamente, se toma la mano de Dios por el próvido cuerno de la abundancia. Pero sucede que los designios de Dios -los modos que tiene Dios de dar la mano- son infinitos como las arenas de la mar, innúmeros, como no llegan a serlo, siendo tantas, las mismas arenas de la mar.
Aquel hombre desvalido, Benito José Labre, no iba dejado, sino guiado por la mano de Dios, conducido por su andadura clemente y amorosa, providencial y tierna.
Benito José Labre nació en Amèttes el 26 de marzo de 1748. Regía el orbe cristiano el papa Benedicto XIV, cantado por Voltaire en verso latino, y reinaba en Francia, «bajo Voltaire», Luis XV, el firmante del Pacto de Familia, el galán de la marquesa de Pompadour y el protector de la porcelana de Sèvres.
Si los vagabundos tuviéramos un santo patrono, Benito José Labre lo sería. Con alas en los pies, Benito José Labre devoraba las leguas y los caminos en busca de la huella de Dios, que en todas partes se presenta.
Nacido para la miseria del cuerpo, Benito José Labre sintió la llamada siendo aún niño. A los doce años dormía con la cabeza reclinada sobre un madero y a los dieciséis, pareciéndole corto el sacrificio, descansaba sobre el frío y duro suelo de ladrillo: el «santo suelo» dícese, con frecuencia, en español.
Dos curas de pueblo parecen disputarse, ante la Historia, la siembra de la semilla cristiana en la huerta feraz del alma de Benito José: el cura de Conteville, que le inició en la práctica piadosa, y el cura de Érin, su padrino, que le abrió las puertas de la liturgia.
Cuando Benito José oyó hablar de la Gran Trapa y sus humildes perfecciones, se estremeció como un iluminado. Sus padres prefieren que siga estudiando, y Benito José cae en una honda sima de dudas. De un lado, su vocación que le fuerza. Del otro, lo que no acaba de ver claro: la validez, la ley, de su vocación.
Sobre Érin pasa, con su mano de luto, la epidemia, y su padrino, el cura, sucumbe atacado del mal. Benito José se esfuerza por llevar la caridad a los hogares en los que hizo su nido el dolor y, cuando el mal pasa y se sabe desvalido y solo, se vuelve a Amèttes, a la casa paterna. Es el año 1766, el del motín de Esquilache, y Benito José es todavía un adolescente.
Sus padres le mandan a Conteville, a que continúe sus estudios. Al cura -Santiago José Vincent, que todo se lo da a los pobres- le llaman el nuevo San Vicente por su inmenso amor al desvalido. El cura de Conteville, viendo a Benito José tan dispuesto para la vida monástica, habla con los padres del mozo y obtiene de ellos el necesario permiso.
En el mes de abril de 1767, pintándose la primavera en los campos, Benito José, con el corazón radiante de gozo, llama a la puerta de la cartuja de Val Sainte Aldegonde, tras la que había de esperarle la desilusión. La cartuja es pobre, demasiado pobre para acoger a un solo monje más, y Benito José no cabe en ella.
Sigue su peregrinaje y en octubre del mismo año consigue entrar en otra cartuja, la de Notre-Dame de Pres. Pero su temple había de ponerse una vez más a prueba. Los cartujos viven en la contemplación y Benito José siente las tentaciones constantes del diablo. «No; en la cartuja -piensa Benito José- no quepo...» Y vuelve a casa de sus padres.
Benito José tiene ya veinte años y consigue que sus padres le permitan hacer otra tentativa, ahora en la Trapa. Emprende el camino y tras sesenta leguas a pie y bajo la lluvia, llega hasta el viejo portón de la Gran Trapa.
-¿Cuántos años tenéis, hermano?
-Veinte, ya.
-Veinte años no son bastantes para entrar aquí; os faltan cuatro todavía.
Y a Benito José, ante la puerta que se cerró, se le cayó el alma a los pies. Siguió su camino y llamó a otra puerta trapense: la de Sept-Fons. Pero los años que le faltaban para poder profesar eran los mismos y la puerta tampoco se le abrió.
El obispo de Boulogne le aconseja que no pruebe en la Trapa y que pruebe otra vez fortuna en la Cartuja. Benito José obedece el consejo del obispo e ingresa en la cartuja de Neuville.
Como en la Notre-Dame de Pres vuelven a asaltarle las tentaciones y Benito José Labre, huyendo de ellas, abandona por segunda vez la cartuja. Fue el prior quien le animó a que dejase la lucha cortando por lo sano.
Benito escribe a sus padres para comunicarles su nuevo norte: otra vez la trapa de Sept-Fons, a cien leguas de andar, durmiendo al raso y comiendo el parvo y sabroso pan de la limosna.
El día 2 de noviembre de 1769, sin tener los veinticuatro años que previene la regla, Benito José fue admitido entre los trapenses. Su dicha era inmensa y una inefable paz invadió su alma. Pero los escrúpulos no tardaron en aparecer, la noche se extendió de nuevo sobre su atormentado espíritu y la galerna azotó otra vez las flacas carnes de Benito José. A los seis meses fue llevado, exánime, a la enfermería y poco más tarde al hospital de pobres, fuera de la clausura. El prior le llamó a su presencia:
-Vuestra alma, hermano, no está en su lugar. Debéis abandonar la cogulla y volver al mundo.
Benito José bajó humildemente la cabeza.
-Hágase la voluntad de Dios.
Benito José volvió al campo abierto, a los caminos sin fin, al cielo por techo y las estrellas, en medio del alto cielo, como brújula y compañía. Toda su vida anterior la entiende como el forzoso noviciado de lo que se propone ser: un monje errante, un vagabundo de Dios, una pura llama que, olvidada de su cuerpo, vivirá de lo que a los demás les sobre.
El abad de Sept-Fons le bendice y Benito José emprende, serena el alma y el llanto brillándole en los ojos, el largo camino de Roma.
Desde Chieri, ya en tierra italiana, Benito José escribe a sus padres su última carta: una ingenua y patética despedida entre cuyos trazos se adivina la beatitud.
Benito José es ya, y para siempre, el mendigo errante que se propuso ser. Vestido con la túnica y el escapulario de Sept-Fons, de los que no habría de desprenderse en vida; con un rosario al cuello, un crucifijo sobre el corazón y el fardelejo, entre mendrugos de pan, el Evangelio, la Imitación de Cristo y un breviario, Benito José era la imagen misma del vagabundo si a los vagabundos, ¡ay!, nos habitase Dios con la misma clemencia con que se posó sobre aquel pecho elegido.
Entra en Roma el 3 de septiembre de 1770 y pasa las tres primeras noches en el hospicio de Saint Louis-des-Français; después, pesaroso quizá ante lo que entiende como un innecesario regalo, dormirá siempre al raso, en el quicio de una puerta, bajo un puente, al cobijo de una escalera, donde la noche le alcanza.
A fines del año siguiente va a Loreto -donde ya se detuvo al venir a Roma-, a visitar la Santa Casa. Su anual peregrinación a Loreto sólo fue interrumpida por la muerte. Benito José reza, en Fabiano, ante el sepulcro de San Romualdo, fundador de los camaldulenses, y en Bari, ante la tumba de San Nicolás. También en Bari Benito José se postra en oración al pie de los presos de la cárcel, que se ven, a través de las rejas, desde la calle, y entre quienes reparte las limosnas que le dan.
Benito José tiene un pobre, un desdichado aspecto. Vestido de harapos, daba asco a casi todos y producía, sin embargo, una honda admiración en los menos. Cierto día, preguntado sobre la rara sustancia de que estaba hecho su corazón, respondió:
-De fuego para Dios, de carne para el prójimo, de bronce para conmigo mismo.
Su filosofía era la del pájaro del cielo, la de la poética avecilla que todo lo confía en Dios.
-Se ofende a Dios -dijo al cura de Cossignano- porque no se conoce su bondad.
En Roma se unía al Vía Crucis de los mendigos y, a diferencia de los mendigos, llegaba a rechazar lo que le daban. Nada quería porque nada, tampoco, le era menester. En la plaza Monte Cavallo, mientras dormía, tan breve y miserable era su carne mortal que con frecuencia era confundido con un perro. Por las noches rezaba ante las puertas de las ermitas y más de una vez fue apaleado por los anónimos golfos de la oscuridad. Benito José, bajo la lluvia de palos, sonreía y adoraba a Dios.
En Loreto, un clérigo, al verle sobre el duro suelo de la iglesia, le preguntó:
-¿No sabe, hermano, que el frío de la piedra y el aire colado del campanario pueden matarle?
Y Benito José, con la sonrisa de la bienaventuranza pintándosele en el semblante, le habló con su más humilde voz:
-Dios lo quiere así. Los pobres dormimos en el lugar donde nos llega la noche... Los pobres no necesitamos buscar una cama demasiado cómoda... Además, padre, me gusta estar solo con Dios...
El padre Temple, penitenciario de Loreto, dejó constancia escrita de los hechos de Benito José, que tanto le admiraran después de que tanto y tanto le hicieran dudar.
Un viejo noble persa, Jorge Zitli, antiguo gobernador de Teherán, que, convertido a la fe cristiana, tuvo que huir de su tierra, se encontró a Benito José medio muerto de hambre y le dio de comer. El día antes Jorge Zitli había sabido de la milagrosa curación de un niño por aquel vagabundo de tan ruin aspecto. En una casa del camino en cuyo establo Benito José se había guarecido, una mujer rompió a gritar desesperadamente porque su único hijo, entre horribles dolores, se moría. Benito José salió de la cuadra, tocó la cabeza del niño y habló a la madre.
-Cálmese, madre; vuestro hijo ya no llorará más.
El niño se quedó dormido y al cabo de varias horas se despertó, sano como una manzana. El milagro se había producido.
Benito José, andarín infatigable, recorrió durante ocho años los más renombrados santuarios de Europa. En España visitó Montserrat y Compostela.
En 1777, antes de llegar a los treinta años de aquel cuerpo que se quemó en el sacrificio, Benito José abandona la vida del vagabundo para quedarse en Roma, dedicado a la oración. De sus largas jornadas de caminante sólo le queda el rumbo de Loreto, adonde nunca faltó.
En 1780 -y en Loreto- conoció a Gaudencio Sori, el santero, y a Barba, su mujer, que le socorrían esforzándose en que Benito José no lo notase. El padre Almerici, que le confesaba a menudo, le preguntó dos años más tarde:
-¿Volverá el año que viene, hermano?
-No, padre.
-¿Por qué?
-Porque debo ir a mi patria -respondió, con diáfana clave, Benito José.
En 1783 el padre Daffini, familiar del cardenal Achinto, vio a Benito José, en la iglesia de los Santos Apóstoles, circundado por un nimbo de luz. María Poeti, una piadosa mujer que solía rezar en la iglesia de Nuestra Señora de los Montes, vio resplandecer, en medio de la penumbra, la faz de Benito José, cuyo cuerpo se elevaba por encima del peldaño en que estaba arrodillado. El abate Luigi Pompei, en Santa María la Mayor, vio arder en llamas la cara de Benito José.
Nuestro vagabundo, ardiendo en su propia santa sustancia, se consumía a la vista de todos sus admiradores y atónitos amigos. El Miércoles Santo, después de asistir a los oficios, Benito José rodó las escaleras del templo. Todos le socorrieron y el carnicero Zaccarelli le llevó a su casa. Recibió la extremaunción y a la una de la mañana, mientras las campanas de Roma repicaban el anuncio de la Salve, Benito José Labre, claro espejo de vagabundos, cerró los ojos para siempre. Su alma, también para siempre, voló, escoltada por el sonar de los clarines del gozo, hasta el alto cielo de los elegidos.
Camilo José Cela, San Benito José Labre, en Año Cristiano, Tomo II, Madrid, Ed. Católica (BAC 184), 1959, pp. 110-116.


San Rafael Arnaiz y su amor a la cruz y a la Virgen Santa

Día 7 de abril de 1938.

Jesús mío, arrodillado humildemente a los pies de tu santísima Cruz, te pido con todo fervor me des la virtud de la paciencia, me hagas humilde y me llenes de mansedumbre... Jesús mío, mira que esas tres cosas las necesito mucho.

Ayer sufrí un desprecio de un hermano..., me hizo llorar y si no hubiera sido porque Tú desde la Cruz me enseñaste a perdonar, quizás hubiera cometido una falta ¡Cuánto me costó vencerme!... Pero dormí más tranquilo.

Bendito Jesús, ¿qué me enseñarán los hombres, que no enseñes Tú desde la Cruz?

Ayer vi claramente que solamente acudiendo a Ti se aprende; que sólo Tú das fuerzas en las pruebas y tentaciones y que solamente a los pies de tu Cruz, viéndote clavado en ella, se aprende a perdonar, se aprende humildad, caridad y mansedumbre.

No me olvides, Señor..., mírame postrado a tus pies y accede a lo que te pido.

Vengan luego desprecios, vengan humillaciones, vengan azotes de parte de las criaturas..., ¡qué me importa! Contigo a mi lado lo puedo todo... La portentosa, la admirable, la inenarrable lección que Tú me enseñas desde tu Cruz, me da fuerzas para todo.

A Ti te escupieron, te insultaron, te azotaron, te clavaron en un madero, y siendo Dios, perdonabas humilde, callabas y aún te ofrecías... ¡Qué podrá decir yo de tu Pasión!.. Más vale que nada diga y que allá adentro de mi corazón medite en esas cosas que el hombre no puede llegar jamás a comprender.

Conténteme con amar profundamente, apasionadamente el misterio de tu Pasión, y aprenda a sufrir de la manera que Tú lo hiciste. Ya sé que eso es el imposible de los imposibles, pero mira Señor Jesús mi intención.

¡Qué dulce es la Cruz de Jesús! ¡Qué dulce es sufrir perdonando!

¡Qué dulce es sufrir abandonado de los hombres estando abrazado a la Cruz de Cristo! ¡Qué dulce es llorar un poquito nuestras penas y unirlas a la Pasión de Jesús! ¡Qué bueno es Dios, que así me prueba, y desde su Cruz santa, me enseña! Me enseña sus llagas manando sangre inocente; me enseña un semblante del que en medio de la agonía y del dolor, no salen quejas, sino palabras de amor y de perdón.

¡Cómo no volverme loco!... Me enseña su Corazón abierto a los hombres, y despreciado... ¡Dónde se ha visto ni quién ha soñado dolor semejante!

¡Qué bien se vive en el Corazón de Cristo! ¿Quién se puede quejar de padecer?

Sólo el insensato que no adore la Pasión de Cristo, la Cruz de Cristo, el Corazón de Cristo, puede desesperarse en sus propios dolores.

Pero el que de veras ame, y sienta lo que es unirse a Jesús en la Cruz, ese bien puede decir que es sabroso el padecer, que es dulce como miel el dolor, que es un enorme consuelo el padecer soledad tedio y tristeza por parte de los hombres.

¡Qué bien se vive, junto a la Cruz de Cristo!

Cristo Jesús, enséñame a padecer... Enséñame la ciencia que consiste en amar el menosprecio, la injuria, la abyección... Enséñame a padecer con esa alegría humilde y sin gritos de los santos... Enséñame a ser manso con los que no me quieren, o me desprecian... Enséñame esa ciencia que Tú desde la cumbre del Calvario muestras al mundo entero.

Mas ya sé..., una voz interior muy suave me lo explica todo..., algo que siento en mí que viene de Ti y que no sé explicar, me descifra tanto misterio que el hombre no puede entender... Yo, Señor, a mi modo, lo entiendo..., es el amor..., en eso está todo... Ya lo veo, Señor..., no necesito más, no necesito más... es el amor, ¿quién podrá explicar el amor de Cristo?... Callen los hombres, callen las criaturas... Callemos a todo, para que en el silencio oigamos los susurros del Amor, del Amor humilde, del Amor paciente, del Amor inmenso, infinito que nos ofrece Jesús con sus brazos abiertos desde la Cruz.

El mundo loco, no escucha... Loco e insensato vuela embriagado en su propio ruido..., no oye a Jesús, que sufre y ama desde la Cruz.

Pero Jesús necesita almas que en silencio le escuchen.

Jesús necesita corazones que olvidándose de sí mismos y lejos del mundo. adoren y amen con frenesí y con locura su Corazón dolorido y desgarrado por tanto olvido. Jesús mío, dulce dueño de mis amores, toma el mío.

A los pies de tu Cruz lo pongo... Está junto al de María. Jesús mío, tómalo..., enséñale tus heridas... Enséñale tus dolores y tus amarguras. Enséñale tus tesoros para que aprenda a despreciar el mundo y todo lo que no seas Tú... Enséñale el amor... Ponle junto a tu Corazón para que de una vez se embriague en tus delicias, y se empape en tu purísima divinidad.

Virgen María..., estoy loco, no sé lo que pido, no se lo que digo... Mi alma desbarra... No sé lo que siento; mis palabras son torpes y mal arregladas, pero tú, Virgen María, Madre mía, que ves los anhelos de todos tus hijos, sabrás comprender.

Ya sé que es mucho lo que pido, pues lo pido todo.

Yo en cambio, Señora, todo lo he dado y si aún me queda algo, tómalo también, Señora, y dáselo a Jesús. Ya sé que aunque diera mil vidas que tuviera, no sería digno de recibir ni siquiera un pensamiento bueno de Dios, pero es mi modo de hablar... Ya sé que lo he dado todo y... es nada. No alego, pues, lo que el mundo cree méritos, para pedir a Jesús un poquillo de amor. Él lo da a quien y cuando le place. Y ya que los sacrificios y renuncias que he hecho por Jesús no son bastante..., te ofrezco, Señora, algo que no puedes desechar, algo por medio de lo cual tienes que oírme, algo que hace abrirse los cielos y que el mismo Padre mira complacido... Es, Señora, la Pasión de Cristo, tu Hijo... Es la Sangre de Cristo; es la Cruz donde murió el Hijo de Dios.

Señora, Virgen María..., ¿ves?, con la Cruz lo puedo todo.

No me olvides Madre mía..., y perdona las chifladuras de este pobre oblato trapense, que quisiera volverse chiflado de veras, de tanto amarte a ti, Virgen Madre, y de tanto amar su obsesión..., que es la Cruz de Jesús su divino modelo. Así sea.

Etiquetas

Aqui estoy solo para Glorificar a Dios y hacerlo Amar.